La hora de siempre. Las cinco de la tarde. El pitido puntual estalló invadiendo los pasillos con ese ruido estridente, hiriente, pero también un ruido esperado por todos los trabajadores, menos Jorge. Todos celebraban que el día hubiese acabado por fin, pero no él. Todo lo tomaba con calma. El pensaba. El calculaba. Aprendía la rutina de los trabajadores. Miraba como se descolgaban los cascos de soldar, como tiraban los fierros al suelo en un golpe seco y único. Todos se alegraban. Algunos se abrazaban, planeaban la tarde. ¿Unas cervecitas? –se decían los más bohemios. Pero no Jorge. Si le quedaba alguna varilla por soldar terminaba el trabajo. Luego se sacaba el casco de soldar con cuidado, desmontaba todo el equipo. Luego se limpiaba poco a poco. Se echaba chorros de agua fría a la cara, y miraba el alrededor. Las voces, los coros iniciales de alegría, se hacían cada vez más lejanos. Miraba entonces la oficina del jefe: si veía las luces prendidas se alegraba de sobremanera. Tenía una oportunidad. De ir a hablar con él, pero esta vez no mendigaría. No pediría el aumento que tanto le hacían falta para los remedios de su hijo. Esta vez ya no necesitaban medicamentos. José había fallecido. Martha se había ido con su madre. Ya no tenía nada que perder. En su boca, la palabra venganza, era un verbo común.
Se estiró ampliamente y miró la oficina. Una luz tenue. Casi siempre el jefe era el primero en irse, pero había excepciones. Días en que primero abandonaba la empresa la contadora, luego los asistentes, el administrador. Al final el jefe se iba. Siempre con una mirada desdeñosa a Jorge. El idiota. El vigilante muerto de hambre que se tuvo que arrodillar para lograr un aumento de veinte pesos, que no le sirvieron para nada.
Jorge se para tranquilo. Va al almacén y mira las herramientas. Encuentra la pequeña tomahawk. La coloca hábilmente a la espalda. Se llamaba Raskolnikov o algo así el joven protagonista de ese libro en el que matan a la usurera. El jefe es igual. Tacaño, ambicioso, maltratador. Merece una muerte igual, un certero hachazo en la cabeza será suficiente para él.
Jorge empieza la marcha. Puede ser que hoy no sea el día, el día en que tenga que morir el jefe. Pero puede que si. Más vale estar preparados –dice.
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